*Tormenta Santa Rosa

*Tormenta Santa Rosa

*Tormenta Santa Rosa

Los truenos retumbaban como bestias enojadas, sacudiendo los vidrios de la casa. La tormenta de Santa Rosa había llegado otra vez, y con ella, el primitivo miedo: esos árboles gigantes que se inclinaban sobre el techo, amenazando con convertirlo todo en astillas. Mi madre lloraba en voz baja, rezando entre dientes, mientras mis hermanas y yo nos apretujábamos en el sofá, tratando de ignorar cómo el viento aullaba como un lobo hambriento.

La luz se fue de golpe. Un silencio eléctrico llenó la habitación, roto solo por el crujido de las ramas y el llanto ahogado de mamá, que intentó encender una vela, pero el aire se la llevó con un susurro burlón. Quedamos sumergidos en una oscuridad azulada, iluminada solo por los relámpagos que dibujaban sombras monstruosas en las paredes.

Fue entonces cuando la sentí.

Mi prima Ana, esa chica de curvas suaves que hasta entonces apenas me había mirado, se deslizó hacia mí en la penumbra. Primero fue un roce casual, un temblor compartido. Pero luego, entre un rayo y otro, vi sus ojos brillantes, fijos en los míos, antes de que sus caderas presionaran contra mi entrepierna.

No tuve tiempo de pensar. Mi cuerpo reaccionó antes que mi razón, y en segundos estaba tan duro que dolía. Ella lo notó—claro que lo notó—y en lugar de alejarse, se movió con más fuerza, ajustando sus nalgas redondas contra mi erección, como si buscara el calor entre tanta oscuridad fría.

Intenté contener el gemido que me subía por la garganta cuando sus dedos se colaron entre mi pantalón y me agarraron con una urgencia que me dejó sin aire. Sus manos tibias... Me bombeban con ritmo lento pero firme, como si llevara años sabiendo exactamente cómo tocarme.

—Shhh—murmuró contra mi oído, mientras el resto de la familia seguía temblando por la tormenta.

No sé cómo nadie lo notó. Entre los truenos, los sollozos de mi madre y la oscuridad, era fácil esconder el pecado. Hasta que, de pronto, la luz regresó.

Ella estaba ya a un metro de distancia, serena como si nada hubiera pasado. Yo, en cambio, quedé detrás del sillón, con los pantalones manchados y el corazón a punto de estallar. Nadie entendió por qué me escondía allí, ni por qué estaba extraño.

La tormenta siguió, pero ya no la escuché.

Desde esa noche, nunca más temí a los vientos de Santa Rosa.

Solo al fuego que ella había encendido en mí.

( Mayo 2025)escritos de-siesta.

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